No juega el Encava / E. Bautista Espejo.

 No juega el Encava:
hacia una educación erótica

“… que le pongan salsa

de la bien gordota

que le pongan salsa

pa mojá, pa mojá”

El Gran Combo de Puerto Rico, “El menú”

I

Se inicia con una imagen que, como latinoamericanos, nos recorre. Desarrollada en distintos hitos y determinaciones contextuales, pero que se aparece en un lugar y otro. Hay un niño acostado sobre dos sillas conjuntas, ha caído ante el sueño en el fragor del movimiento. Apenas llega a la altura de las rodillas de los adultos que, con los cuerpos muy juntos y llenos de sudor, danzan sin salir del ladrillo que pisan; otros realizan piruetas ensayadas, grandilocuentes; o se sostienen en un balbuceo corporal lleno de risa y mareo.

“Y tristemente me dijiste así:

me tengo que ir

y no es por mí, contigo está mi corazón

todo el amor de mis entrañas

de mi pecho y de mi alma

algún día volveré a estar aquí”

De vez en vez el niño abre los ojos y ve un mismo gesto atravesado por las elipsis de su sueño, con luces bajas y música que hace que toda materia vibre. Se extraña al ver que las parejas son distintas, que los ritmos varían, pero que el gesto continúa en el contacto con el otro. El niño sueña con la cercanía de los cuerpos sin pudor, carentes de límites mientras continúe la salsa.

II

Una hipótesis —que carece de sustento teórico— producto de una taimada observación de las dinámicas sociales en Venezuela: la salsa reúne, en su baile y lírica, el contenido temático y los ritmos que fungen una caracterización del ser-caribeño. Si bien como género musical es el resultado de un proceso histórico bastamente estudiado, su función social trasciende el ámbito de la musicología. Al crecer en la proximidad del Caribe somos iniciados en una tradición, fundacional para la cultura latinoamericana del siglo XX, aquella que configura nuestra educación sentimental, donde la hipérbole afectiva está a la orden del día:

“… amiga yo le siento celos hasta el propio viento

lo mío es un amor voraz que crece como el fuego

si creo que antes de nacer te estaba amando

y ahora tengo que morir de sed”

A caballo entre la crónica y el ensayo hay espacio para denotar nuestra particularidad en el sentir. Nos diferenciamos por ser móviles de nuestras pasiones, ligadas a la emocionalidad con el otro, y por supuesto, al sexo. El cuerpo y el querer son elementos manifiestos en nuestras expresiones culturales, especialmente en la que nos compete, la salsa como música del caribe.

En los contenidos líricos de las canciones encontramos un poner-en-obra los dilemas de nuestra manera de relacionarnos: amores repentinos, desamores, traiciones e infidelidades. Si bien esto es un tema universalmente compartido en lo humano, lo que particulariza la salsa –y más grande todavía, la música popular latinoamericana– es hacer del tema amoroso el móvil central de sus composiciones. Canciones de amor siempre atravesadas por un conflicto difícil de definir: el sino de lo perecedero y el cese manifiesto en cada acto vital. Un morir poco a poco en cada baile, mientras colindan pulsiones de vida y muerte, ἔρος y Θάνατος. Sudor en la frente y el pecho agitado, el vaso de anís en una mano y el hierro en la cintura. 

Si bien tratamos de escribir sobre canciones de amor, el alcance de las imágenes representadas trasciende el mero ámbito amoroso. Este género musical, en la contemporaneidad de la cultura venezolana, se consume en un sector social muy localizado, generalmente representado como la periferia cultural.  Sin embargo, su impronta tiene un influjo no menor en todos los ámbitos sociales, bien con admiración de neófito, bien con cierto rechazo de clase. Y al revisar al detalle, resulta curioso que, en un locus —como el de los barrios caraqueños– donde la muerte y la violencia están a la orden del día, la música que pone de manifiesto con mayor eficacia la idiosincrasia del lugar, sea la salsa, especialmente la erótica. 

Se desarrolla en un contexto donde el patetismo y la tristeza se hacen composiciones en tono mayor, con orquesta y algarabía. Hacer de la muerte (porque el desamor es una pequeña muerte) un motivo bailable, para gozarla, no en éxtasis místico, sino desde lo más térreo, la más primigenia de las manifestaciones artísticas humanas: la danza. Y no es un baile ritual y grupal, sino muy íntimo y próximo. De dos cuerpos de frente, respirando un mismo aire y compaginados en el ritmo, con la conciencia de que cada día puede ser el último día. Siendo uno solo en el movimiento estrecho.

…bailemos otra vez

que paren el reloj

amor, están tocando nuestra última canción

que suban esa música

que bajen esa luz

que todo lo que sienta sea tú y sólo tú”

III

La segunda escena corresponde a lo público. Una cabeza adolescente reclinada sobre la ventana de un autobús, haciendo un trayecto ya memorizado, mientras escucha un repertorio diverso de salsa que, en principio, rechaza, por poner de manifiesto paradojas de la emocionalidad que rayan en la falacia: “amar a dos mujeres a la vez nos pasa a todos una vez por mes”. Mientras escucha se deja ganar por los prejuicios morales que lo componen, se opone a lo cutre y sintético de dicho uso del término amor. Pero el trayecto es largo y a fuerza de atención y falta de audífonos continúa escuchando, hasta que no puede controlar el ritmo de las palmas sobre los muslos, percutiendo al son de las tumbadoras.

El principal canal de difusión de este género se da a través de un medio de transporte, compartido por todos los ciudadanos de a pie, que son seducidos por la dinámica del Encava, la camionetica, la buseta. Pese a que el chamo aún no es consciente, ha sido inscrito en una tradición que late entre timbales y metales. Los códigos de la música bailable latinoamericana están inmiscuidos en su forma de entender el mundo. Su pecho se llena de los catafalcos metafóricos de la salsa en todas sus formas. Y es que todo este conjunto de metáforas parece una exageración inocua a los oídos de aquellos que no forman parte de.

“Ven devórame otra vez

Ven castígame con tus deseos más

que el vigor lo guardé para ti”

Toda tradición implica ritos de iniciación y muchas exclusiones. Conocer las implicaciones de la cosa no determina el formar parte. Como le pasara al viejo de Sepúlveda con los shuar, quien “en definitiva, era como uno de ellos, pero no uno de ellos”[7]. En el rito de la salsa hay una selección gestual en base al baile, es un código lleno de matices y grados de maestría, pero que implica un saber o no saber. De modo que se puede estar en la fiesta sin participar en su esencia, y con ello, el laico que goza con ver el baile, sin bailar, ¿forma parte de la tradición?

IV

¿Y si esta reflexión fuera tan solo producto de la añoranza de quien escucha música a lo lejos, perdería validez? Quien con la distancia es capaz de reconocer, en los códigos primigenios de su experiencia, matices inadvertidos, ahora evidentes frente al paisaje urbano que le compete, ¿no es apto para emitir un juicio sobre la marejada feliz que nos recorre?  Más allá del juego retórico del distanciamiento y de cómo ejerce una apertura en los protocolos de la experiencia, es necesario atender a las imágenes que se hacen notorias mientras escuchamos salsa “pal” frío. Porque no habrá una palabra definitiva en este texto, ni conclusión grandilocuente, sino un regodearse entre apuntes sobre el movimiento, buscando…

“…dejar la gris monotonía

por este sin vivir constante

dejar la paz en que vivía

por este infierno delirante

 

Porque contigo vibro”

V

La última escena que corona este sondeo se desarrolla en la madrugada caraqueña, con un grupo de jóvenes que, envalentonados por la euforia, se dirigen al mítico local “El Maní”, el epicentro de la salsa en Caracas durante décadas, en pleno corazón de Sabana Grande. Es el recinto donde acaban las noches, embebidos en el movimiento mutuo de una música que llevan internalizada, natural en la cadencia del danzar como una nana escuchada muchísimas veces antes de dormir.

Se admiran mutuamente y son capaces de estrechar todo tipo de lazos interpersonales a través del rito, entre sudor y alcohol. Esta vez el foco de expectación se ha desplazado. Ya no es el niño el que contempla curioso, sino una pareja de viejos que atiende añorante, incapaces de seguir bailando toda la noche, pero entregados a una curiosidad desvelada, contentos de ver otra generación ocupando el local, realizando los pasos que ellos danzaran en su momento. Es la constancia de un ciclo redondo, como la circunferencia de un timbal.

“…el pasajero de tu corazón

el que te ama de verdad soy yo

el que te llena como nadie

es solo un extranjero

buscando visa para darte amor


 ¹Heidegger, Martin. “El origen de la obra de arte”, en: Arte y Poesía. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2001.

² Isava, Luis Miguel. De las prolongaciones de lo humano: reflexiones en torno a la experiencia y sus inherentes protocolos. Sin publicar, 2013.

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