Contramemoria / Manuel Vásquez-Ortega

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Mucho ha sucedido desde el momento en que la imagen dejó de ser un objeto único realizado por artesanos para convertirse en un producto aceptado como parte vital de nuestra cotidianidad y la plenitud de su simpleza. Ya no es ése reflejo, testimonio, prueba de realidad alguna, entendida por los siglos previos a la imprenta, pues la realidad, hoy, parece desarrollarse entre constantes y continuos simulacros. En éstos, se hace necesario cuestionar si es la imagen más fuerte que lo real, o, primeramente, si el simulacro ha reemplazado lo real. No por nada se pregunta Abraham Moles si vivimos un terremoto cuando se está en una butaca de cine, o cuando se subsiste bajo sus escombros.

Mientras el estatus de “Reflejo de la realidad” presente en las imágenes de nuestro pasado cercano es desdibujado con el tiempo, se empieza a hablar a través de imágenes sin mensajes, comunicación vacía, íconos viciados. El abandono de la relación simple entre semejanza y original da así lugar (en el mejor de los casos) a aquello que alcanza para producir sus efectos. Mientras tanto, en el espacio híbrido de la superabundancia visual “la idea del mensaje se vuelve secundaria en relación con la de la cristalización del mundo en una memoria documental”, y es en este proceso en donde radica tanto la promesa de permanencia que ofrecen las imágenes, como la necesidad misma de coleccionarlas.

Ante esta última, la actualidad brinda un infinito (más no ilimitado) repertorio de formas de almacenamiento, nubes intangibles, circuitos indescifrables, en los que nuestras imágenes, esas promesas de permanencia lanzadas al aire, reposan entre las pocas posibilidades de ser revisitadas, a menos de que algún algoritmo envíe una notificación de recuerdo. Así, la realidad que -en algún momento – ostentaron imitar, el mensaje que -tal vez- guardaban, el momento que -quizá- eternizaron, se convierte en otro elemento abstracto, depositado y olvidado que se esfuma en la transparencia de la atmósfera de datos en la que se desplaza el presente al que pertenecemos.

Por su parte, los acontecimientos históricos que nos hacen coincidir cronológicamente en esa masa amorfa llamada contemporaneidad, son retratados en medio de estos tiempos de contramemoria, en los que las imágenes se vuelven incapaces de dar testimonio de duración, mucho menos de hacer promesas de permanecer. Imágenes que hablan de sucesos, dadas a sí mismas siempre en un presente largo y continuo. Nos dicen lo que ha sido, sin rodeos, sin hacer vacilar esa realidad imitada: Una tanqueta pasa por encima de un individuo en medio de una protesta, una mujer sin armas se opone al escudo de un policía, un manifestante mortalmente herido yace en el piso. Imágenes que gritan, incluso de forma desgarradora, pero no hieren en profundidad real. Sólo pasan.

Se difunden, masivamente; se reciben, masivamente, y continúan su ciclo cerrado de vida efímera. Se observan tan rápido que ya una nueva imagen ha llegado: Esta vez la de un líder político que se entrega a manos de la policía gubernamental, militares que arrastran a un manifestante indignado o un motorizado que transporta en su regazo a una mujer herida en la cabeza (Sí, vivimos el terremoto desde la comodidad de nuestras butacas). Los autores de estas imágenes se exentan del dilema de su destino, fotorreporteros o amateurs; son los receptores, el público en “el escenario de las mil pantallas”, aquellos encargados de olvidar a la misma velocidad con la que se recuerda.

“Es entonces una memoria intensiva, que sobresalta con la fuerza de un dejavú invertido, convocándonos a la exigencia de un futuro que, aunque nunca ha dejado de ocurrir, como pasión o anhelo de realización, tampoco nunca ha logrado comparecer” (J.L Brea, 2010).

“Lo real es lo que vuelve”, sentencia Lacan en algún momento de su pensar, momento desplazado entre imágenes que no vuelven entre la indiferencia; pero es preciso aclarar que ésta indiferencia no es sinónimo de pasividad, resignación o mistificación, sino “la apatía inducida por el campo vertiginoso de las posibilidades y el libre servicio generalizado”. Las imágenes vuelven, tan pocas veces, que sus actuales medios de encuentro son unidireccionales en su recorrido limitado, en el que el desplazamiento vertical evoca lo inalcanzable de los créditos, lo irrefutable de la ley de la gravedad, la naturaleza del tiempo mismo.

Pocas veces el detenimiento va acompañado de la retención.

Dos años parecen suficientes para olvidar el sufrimiento, superar el duelo, borrar imágenes de personas que murieron en pos de un ideal común. El caché se hace corto en el país del gerundio eterno, característica innata de nuestro régimen escópico, esa manera determinada de visualidad cultural. Pero, ¿quién configura esta forma de mirar? “La distribución de zonas de visibilidad y opacidad responden siempre a intereses específicos de dominación, hegemonía y relaciones de poder”. Superan la idea espacial del panóptico para abarcar toda una estructura de control que reproduce el propio orden social, más cercana a la distopía orwelliana que a cualquier otra idea. Regular aquello visible o determinar quién puede acceder a verlo es también hablar de quién vigila y quien es vigilado, quien castiga y quien es castigado.

Sin embargo, no nos alejamos aún de los territorios de hipervisualidad pese a la dictadura. Pues, en paralelo a la desinformación nacional, la actualidad nos bombardea de contenido en el que las imágenes se multiplican y se intensifican en los medios de comunicación de masas: La viralidad de un niño que llora por su pájaro, las noticias de ovnis vistos en el occidente del país y la canción sobre las mujeres venezolanas en Perú, cumplen con los requisitos para dejarse filtrar en territorios de hipervisualidad administrada en los que el control de dispositivos se convierte en nuevo objeto de lucha. 

¿Vale la pena luchar por la plenitud de las imágenes? ¿Podemos cambiar nuestra realidad con ellas? Para W.T.J Mitchell “las imágenes son un popular antagonista político, ya que uno puede tomar una posición dura con ellos y sin embargo, al final del día todo sigue igual”. No obstante, la lucha política de las imágenes parece bifurcarse en dos necesidades: con las imágenes, para así poder tener la libertad de coleccionarlas o contra las imágenes, y con ello, desmitificar los ídolos modernos y exponer los fetiches imaginarios que esclavizan a la sociedad. ¿Se puede ganar una guerra a través de imágenes? Mucho se podría discutir sobre esto, pero una afirmación puede hacerse sin titubeo alguno: una lucha acompañada de imágenes que comuniquen, que identifiquen, que signifiquen y que cuestionen será una lucha histórica por la memoria.

Aunque por mucho esta última lucha aparente menor urgencia ante las vicisitudes de lo que implica la humanidad en tiempos de crisis, será la clave para la toma de conciencia en la que el empleo de estímulos visuales pertenezcan (y permanezcan) por derecho siempre a una estrategia de comunicación, y no solo a promesas vacías de permanencia, para así poder detener, aunque sea por un breve momento, aquella predicción de Guy Debord en la que “donde la realidad se transforma en simples imágenes, las simples imágenes se transforman en realidad”, y no sea nuestro destino, el simple resultado de su furia olvidadiza. 

Referencias:

BREA, J. Las tres eras de la imagen (2010) Ediciones Akal, Madrid.

DEBORD, G. La sociedad del espectáculo (1967) Editorial Buchet-Chastel, París.

LIPOVETSKY, G. La era del vacío. Ensayos sobre individualismo contemporáneo (1986) Editorial Anagrama, Barcelona.

MITCHELL, W.T.J. ¿Qué quieren realmente las imágenes? (1996) October, Vol. 77 (Verano 1996), pp. 71-82.

MOLES, A. La imagen (1989) Editorial Trillas, México.

RANCIERE, J. El destino de las imágenes (2011) Ediciones Prometeo, Buenos Aires.

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