Como cucaracha en baile de gallinas / Rubén Monasterios

Para el anecdotario venezolano

Carlos Contramaestre (Tovar, Edo. Mérida, 24 de julio de l933/ Caracas, 29 de diciembre 1996) fue un personaje singular en el ambiente artístico venezolano de la segunda mitad del  s. XX. Lo recuerdo como un hombre locuaz, vivaz, de esos que siempre parecen estar hipermotivados, y por un rasgo de su carácter que llamaré adaptabilidad sociopsicológica, con lo que  intento dar a entender que era una de esas personas que se sienten igualmente cómodas en un sancocho de barrio que en un salón de exquisitos intelectuales. Este rasgo juega un papel importante en la anécdota que contaré; previamente creo imperativo trazar  un perfil del personaje, que si bien fue notable en su momento y hoy es recordado por los que vamos quedando de esos días en los que éramos felices sin saberlo, quizá no sea familiar a los de más recientes generaciones.

Contramaestre fue médico de profesión y artista de vocación; jugó un rol fundamental como  ideólogo y miembro activo de  los más  significativos movimientos que hicieron en esa época propuestas contestatarias en las formas artísticas y el compromiso político:  El Techo de la Ballena, Taller Libre de Arte de Mérida, grupo Sardio y  40º a la Sombra, de Maracaibo.

En el campo creativo, destaca principalmente como pintor, aunque también fue poeta y ensayista; su obra en las artes plásticas encuadra en el informalismo,  y la más relevante como propuesta contestataria fue Homenaje a la necrofilia  (Caracas, 1962). Esta muestra, y las circunstancias que la rodearon, son una referencia obligatoria de su época.

Las pinturas de Contramaestre estaban realizadas con materiales de desecho, ropas viejas y vísceras de animales tratadas con sal, kerosén, trementina y otras sustancias para retrasar su putrefacción, que debía suceder mientras durara la exposición. Cerrada ésta por el Ministerio de Sanidad, el Aseo Urbano cargó con la mayoría de las obras. En la presentación de la exposición Adriano Gonzáles León llamó  “empaste violento” ese  detritus de “tripas, mortajas, untos, cierres relámpagos, asbestina o cauchos en polvo desparramados sobre cartones y trozos de madera”. Aunque su actitud artística terminó costándole el puesto que tenía como médico en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, ganó el Premio Nacional de Dibujo en el XXVII Salón Oficial de 1966.

La versatilidad de Contramaestre para nadar a diferentes profundidades de las aguas sociales la revela una anécdota.

Tuvo un amigo de ocupación mecánico; un cubano llegado aquí con la diáspora debida al comunismo en la isla;  hombre sincerote, rudo, ingenioso. Hacerle revisar su carro era  motivo de compartir una botella de cualquier cosa trasegable puesta al alcance; y nunca faltaba algo. Metiéndole las manos al motor, sin despegarse de su tabaco, conversaban de cuanta cosa fuera concebible; intercambiaban chistes, aspiraciones, recuerdos; al cubano se le salía una furtiva lágrima cuando pensaba en su Santiago natal y saboreaban  virtualmente un siempre prometido lechón a la leña, en cuya preparación −como todo cubano que se respete− era maestro; el cual en realidad nunca llegaron a comer.  En eso estaban un sábado al medio día, cuando Carlos súbitamente recuerda la convocatoria para esa misma tarde, a un encuentro informal en casa de otro amigo, este un arquitecto exquisitísimo. Se le ocurre invitarlo a la reunión de marras terminado el trabajo,  probablemente a causa de la influencia en el instinto de sociabilidad del casi completo litro de ron consumido entre dos; salvo unos pocos palos dados al baboso del ayudante, rondando en su entorno mendigando con miradas lánguidas y chasqueos de lengua cada vez que los amigos se echaban un trago. ¿Cómo no iba a aceptar el cubano, de muy buena gana, la oportunidad de comer y seguir bebiendo aguardiente ─vale decir, lo mismo que planteaba hacer esa tarde, pero con caña más fina─ y todo gratuitamente?

En el penthouse de un edificio del este de elegante diseño arquitectónico es la fiesta. Los reciben con cordialidad; salvo alguna nariz respingada y un intercambio de miradas irónicas, nadie le da importancia a la apariencia un tanto mugrienta del acompañante. “¡Son cosas de Carlos!” −pensarían−. Contramaestre se integra al coloquio en desarrollo, el cual discurre sobre el trasfondo de la música del último LP de Miles Davis. La conversación saltimbanquea de  una evocación de Allen Ginsberg a un comentario ácido sobre la más reciente producción de Franco Zeffirelli en La Scala de Milán. Edmundo relaciona la música de Davis con el poema: “¡Sí, Aullido corresponde en la literatura norteamericana a la emergencia del nuevo jazz”… “Es un poema con ritmo de jazz”… “¡Coño, tronco de poema!”, dice Adriano, pasándose el vaso de whisky helado por la frente, y arranca:

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo…

Súbitamente llama la atención del grupo las voces subidas de tono de dos de los contertulios que se habían mantenido al margen del debate  poético; discuten sobre la última proposición del arquitecto finlandés Aalto, y como el dueño de la casa es, precisamente, arquitecto, no deja de meter baza en el asunto…

El mecánico no parece sentirse muy a gusto; no ha dicho una sola palabra y nada  ha entendido de la conversa. Jazz, bueno, eso es una música; pero hasta ahí… ¿Qué demonios es eso de generación beat? Su expresión es de asombro. Discretamente se distancia del grupo;  campaneando un trago de escocés doce años deambula por la sala buscando algún alivio para soportar lo que le parece la reunión más ladilla del mundo. Aquí una serigrafía de Mondrian, allá una pieza tridimensional de Carlos Cruz Diez; se sienta en un sillón originalmente diseñado en el taller de  La Bauhaus; le parece extravagante  y no le resulta nada confortable;  en una mesita danesa  hay un montón de revistas; recurre a una de ellas para distraerse; apenas le da un vistazo a la portada, la deja: es un ejemplar de Le Moniteur Architecture, en francés, naturalmente. Sigilosamente se aproxima a Carlos Contramaestre y le susurra al  oído:  “Mi  sangre, esto es una muela… ¡Vámonos de aquí, que estamos comiendo mielda!”

Carlos Contramaestre

C. Contramaestre, Verdugo con perro

Contramaestre seleccionado material para su exposición Homenaje a la necrofilia

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